22 diciembre 2006

Las prostitutas y el Miedo



Hace algún tiempo traté con cierta asiduidad a una prostituta ya retirada. Tenía unos sesenta años y un aspecto estupendo, elegante y discreto. Era una persona inteligente y había invertido bien su dinero y pagado la carrera universitaria de sus dos hijos, los cuales, por cierto, ignoraban el pasado de su madre. "Mira Rosa" me decía, lo peor de este oficio no es tener que acostarte con tipos repugnantes, sucios y groseros, cosa que sucede, desde luego, y que ya es bastante desagradable. Pero lo peor no es eso, sino el miedo que pasas. Ser prostituta es tener todo el tiempo mucho miedo.

Me he acordado de las palabras de mi amiga estos días pasados, a raíz de la detención de la enésima mafia de explotación de mujeres en España. Si no recuerdo mal, estas últimas eran rusas, chicas jóvenes traídas a nuestro país con engaños y luego confinadas, como prisioneras, en esos caserones de las carreteras con nombres supuesta mente sicalípticos y con chillones adornos de luces, como si vivieran en una perpetua Navidad. Pero por debajo de la apariencia festiva se remansa el horror. Las explotan, las pegan, las aterrorizan. Sólo les permiten una jornada libre cada 21 días (coincidiendo, supongo, con la llegada de la regla, que debe de menguar su rendimiento) y les confiscan casi todo el dinero, con la sobada excusa de pagar la deuda de su viaje a España. Una verdadera esclavitud. La próxima vez que pases por delante de uno de esos tugurios de carretera, recuerda que sus neones son probablemente la entrada a un infierno. El miedo, sí, el infinito miedo, como decía mi amiga.

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